La modernidad ha transformado los espacios en los que socializamos. Mientras que hace unas décadas las plazas, los bares de barrio o las casas de amigos eran el núcleo de la vida social, hoy en día proliferan los llamados «no lugares», espacios de tránsito o consumo que, paradójicamente, se convierten en puntos de encuentro.

El término “no lugar” fue acuñado por el antropólogo Marc Augé para referirse a espacios que no tienen identidad, historia ni relaciones. Aeropuertos, cadenas de cafeterías, shoppings, coworkings, estaciones de servicio o incluso supermercados pueden considerarse dentro de esta categoría.

Sin embargo, algo interesante está ocurriendo: estos lugares se están resignificando. En un mundo donde el tiempo escasea y la rutina apremia, la gente comienza a encontrar en ellos nuevas formas de conexión. Un café en una franquicia puede convertirse en un lugar habitual para encontrarse con amigos o trabajar en comunidad.

Los coworkings, por ejemplo, ofrecen algo más que escritorios: proponen experiencias, redes de contactos y un sentido de pertenencia, aunque efímero. En ellos, personas que no se conocían encuentran vínculos laborales e incluso afectivos, sin necesidad de compartir una historia en común.

La tecnología también tiene un rol clave. Aplicaciones, redes sociales y plataformas de trabajo remoto han permitido que estos “no lugares” se conviertan en zonas activas de intercambio, pese a su aparente anonimato. La conexión ya no depende del arraigo territorial, sino de intereses compartidos.

¿Estamos asistiendo al nacimiento de una nueva forma de comunidad? Tal vez sí. Aunque menos íntimos y más funcionales, estos espacios reflejan las dinámicas de un mundo en movimiento, donde los vínculos se reconfiguran y la identidad se construye, incluso, entre cafés de aeropuerto.

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